viernes, 29 de marzo de 2013

Artes marciales, un estilo de vida


Quizás ya  parezca trillado para algunos, pero definitivamente las artes marciales son un estilo de vida.
Ya sea que se practique Karate Do, Jujitsu, Judo, Aikido, Iaido, Ninjutsu o cualquier arte marcial japonés, el sentido es el mismo, el camino es el mismo, la filosofía es la misma. Un solo estilo de vida para aquel que se enamora del arte. Y no es por las habilidades físicas que puedes llegar a desarrollar, sino por las cualidades espirituales que construyes, por los valores morales y de respeto que se solidifican y por el amor a la vida y la lucha.
A más de uno le ha cambiado por completo la vida, a más de otro ha encontrado el verdadero sentido de su propia existencia y a muchos los ha salvado de su propia monotonía.
Aprender a respetar a los maestros, regirse por un código de honor, respeto y compañerismo. Aprender a conocer tus propios límites. La lucha eterna de tu mente diciéndote que no puedes versus tu enorme fuerza de voluntad, son cosas con las que debes lidiar todo el tiempo cuando entras al tatami. Y ni que hablar del tiempo que le dedicas fuera del tatami, porque el que verdaderamente practica estas artes, lo hace no solo con el cuerpo, sino con la mente, el corazón y el propio espíritu aún fuera del dojo.
Por eso, en el tatami nadie se siente o cree superior a nadie. Ahí solo es el maestro y los alumnos. Los que denigran el arte y la filosofía menospreciando a su maestro y creyéndose mejor que él, terminan claudicando, terminan rindiéndose y volviendo al lugar de donde vinieron. Nunca nadie los extraña jamás.

Podría escribir todo un testamento sobre el tema, pero realmente solo soy una aprendiz en estas artes, hambrienta eso si. No soy quien para afirmar tal o cual cosa. Sí puedo decir y escribir con total seguridad que mis maestros son buenos maestros, que me enseñan más que técnicas, guiándome y señalándome la entrada al camino, pues sé que ellos no pueden recorrerlo por mi, sé que como buenos padres solo me pueden indicar el camino correcto pero soy yo quien debe tomar la decisión de andarlo. Y Estoy agradecida por haber conocido la existencia de este camino, que se ha convertido en mi estilo de vida.-




miércoles, 6 de marzo de 2013

De cómo me ayudó la práctica de Artes Marciales a no ser sedentaria ni torpe

El título de este artículo obedece a un blog que leí recientemente en un sitio sobre artes marciales, la autora del artículo describe cómo fue que se volvió al camino de las artes marciales y cómo progresiva e intencionadamente se decidió por recorrerlo sin arrepentirse jamás por ello, rompiendo moldes sociales y tradicionales sobre el papel de la mujer, y batallando contra sus propias debilidades físicas y esquemas psicológicos.

Leer dicho artículo me llenó de alegría, me identifiqué con lo ahí descrito por la autora, pisar un dojo lleno de hombres apestando a testosterona en el mero fogueo de las técnicas es una sensación única, sobre todo cuando sos parte de eso, en ese momento todos somos guerrer@s, hombre o mujer, no hay diferencias, todos sin excepción luchamos por ejecutar la técnica limpia y perfecta. 

Pero lo que deseo es transcribir el artículo en este espacio: 

Paloma Fabrykant

Nací en Buenos Aires a principios de los ochenta. Papá era arquitecto y fotógrafo; mamá una exitosa escritora; en casa sobraban libros, cultura y mente abierta. Teníamos parientes exiliados, pensamiento de izquierda : una familia intelectual de clase media. Desde chica mamé el amor por la literatura. Jamás me estimularon hacia el deporte. Mamá y papá se burlaban de los “boludos que corren detrás de una pelota”. Yo era gorda, sedentaria y torpe. En la escuela a veces la pasaba mal . Las horas de gimnasia eran mi pesadilla: odiaba los juegos de pelota, nunca aprendí a hacer la vertical. Y las burlas de los compañeros eran duras; ya se sabe, los niños no tienen filtro. En cambio, escribía buenas historias y me perfilaba como la pequeña narradora de la clase . El primer par de anteojos, a los diez años, profundizó el estereotipo, y un desarrollo sexual tardío lo coronó. Mientras otras nenas llamaban la atención de los chicos con sus nuevos pechos pujando detrás de los flamantes corpiñitos, yo veía con angustia cómo lo único que abultaba mi remera era la panza .
La primera en pisar un dojo fue mi hermana mayor. Íbamos al mismo secundario y teníamos el mismo sádico y autoritario profesor de handball : la humillación era pan de cada día. El colegio tenía su propio salón de artes marciales (dojo), donde se practicaba judo. Ese fue mi primer refugio. En judo corrían otras reglas, otro modo de relacionarse con el cuerpo. Había respeto, cortesía, compañerismo... El uniforme disimulaba la panza y nadie se burlaba de mí . Al año siguiente quise subir la apuesta: me metí a aikido y me enamoré; pero no del arte sino del profesor, once años mayor. Para conquistarlo, decidí bajar de peso costara lo que costara . Fue un verano de semi ayuno: yogur dietético, ventilador, boleros y fantasías de amor. Lo que pasó entre nosotros no merece más de una línea. Yo acababa de cumplir los dieciséis así que no califica de estupro . Sí me rompió el corazón, pero eso suele pasar. Lo que importa es que entré a cuarto año convertida en una persona diferente. Con los kilos de más se fue la timidez y con el desengaño, el romanticismo. Seguí con el judo y fui sintiéndome cada vez más fuerte, segura y femenina . Egresé del Nacional lista para llevarme el mundo por delante.
Publiqué mis primeros poemas a los diecisiete años, a los dieciocho fui redactora publicitaria, a los diecinueve saqué mi primer libro y a los veinte empecé a colaborar con Clarín . Cuando vino el corralito me fui a probar suerte a Europa. La jugué de mochilera clandestina casi un año, haciendo los trabajos que en Argentina jamás habría aceptado, hasta que me cansé de la ilegalidad y decidí volver. Pero reinsertarme en el mercado laboral no era fácil. Empecé a tantear los lugares de antes (editoriales, revistas, agencias de publicidad…). No aparecía nada. Y con el síndrome del adolescente desarraigado , extrañando Barcelona, incómoda en la casa de mis padres, no me hallaba en ningún lado. Iba por la calle pateando bolsas de basura, les pegaba a las paredes. Para descargar esa mala energía volví a las artes marciales. Me anoté en karate y comenzó la magia.
Karate era justo lo que estaba buscando. Al intenso ejercicio físico se sumaba un componente espiritual profundo que me sedujo de inmediato . Puedo decir que a los veintiún años encontré el sentido de la vida: la autosuperación. A través del esfuerzo diario, la técnica –que al principio parecía imposible– se iba impregnando en el cuerpo y lo mismo ocurría con el espíritu: se trataba de buscar el mejoramiento constante , perfeccionar el carácter y pulir los defectos, hasta ser, si no Buda, alguno de su pandilla. La filosofía Samurai, la entrega absoluta, el orgullo de estar dispuesto a morir por la causa, me trajo alguna resonancia setentista, ecos de ese pasado tan presente en mi familia. Fueron días de iluminación y sacrificio , lecturas de distintas corrientes místicas (Gourdieff, Suzuki, Lao Tsé) y fantasías de encerrarme en un monasterio. Abandoné la facultad de Letras y desprecié profundamente lo intelectual, lo mundano y todo lo que me apartara de “el camino”. Salía a correr descalza recitando en mi mente proverbios Zen . Mis padres se preocuparon bastante.
Pero una parte de mí –la salvadora o la saboteadora– sabía que también había que ganarse el pan, así que empecé a abrirme paso en el periodismo de investigación. Había algunos sectores del mundo que sí me interesaban (cárceles, villas, rutas, burdeles, todo lo que nadie más quería cubrir) y con esa sensación de inmortalidad de la primera juventud, me fui especializando en “territorios hostiles”. Anduve entre presos, gitanos, travestis, camioneros, escribiendo crónicas y produciendo documentos para TV, hasta que apareció un tema que me llamó especialmente la atención: el Vale Todo, combate sin reglas . En cuanto respiré la primera bocanada de olor a transpiración mezclada con pomada desinflamante, supe que había descubierto algo. Donde el común de la gente veía unos locos que se agarraban a trompadas dentro de una jaula, yo encontraba un universo complejísimo de artes marciales y deportes de combate que se combinaban, místicas que se entrecruzaban, filosofías que se yuxtaponían y –cómo negarlo– mucha testosterona desatada. Así como para el falto de oído, la música compleja es un barullo, o para el analfabeto, el mejor poema no es más que muchas marcas de tinta acomodadas en hilera, hace falta entender de Artes Marciales para apreciar la belleza del más extremo –más exquisito– estilo de combate: el combinado. Fui a cubrir mi primer evento de Vale Todo en el estadio Obras Sanitarias, para el suplemento Radar de Página 12 (entonces dirigido por Alan Pauls) y salí totalmente trastornada. El 99 % de la concurrencia eran hombres, de entre 20 y 40 años, con tremendos lomazos. Yo era una joven soltera y atractiva y me sentía como un niño en una dulcería . Pero, como todos los niños, también me empecé a hacer preguntas: ¿funcionaría mi karate contra una de estas bestias?
Fue esa inquietud la que me hizo empezar a soñarlo: meterme en la jaula. Era claro que no podía ser. Yo era rubia, educada ¡mujer! En ese entonces no había peleas femeninas en TV ni en ningún lugar de la ciudad. Y si mis padres ya se habían preocupado por mi afición al karate, no me quería imaginar que me vieran ah í. En las Artes Marciales Mixtas (mal llamadas “vale todo”) se permiten casi todas las técnicas de todos los sistemas de combate. Hay un reglamento que protege al atleta, pero se procura no coartar su creatividad. La jaula, paradójicamente, es donde reina la mayor libertad. Desde esa noche en Obras mi interés por este deporte fue cada vez mayor. Viajé a Las Vegas, me vinculé con la UFC (mayor liga de MMA Mixed Martial Arts del mundo) y trabajé para ellos, primero de columnista, después de comentarista . Fui manager de peleadores argentinos y sudamericanos, los acompañé en sus viajes. No me gusta hablar de mi vida privada, pero debo admitir que en esos años me divertí bastante: era la única mujer en un ambiente de hombres y no faltaron las noches. Mi obsesión por las artes marciales se volvió tal que hasta el día de hoy me resulta imposible pensar como pareja –siquiera ocasional– a un hombre que no sepa pelear. Pero el amor nunca me interesó tanto como el combate , y la idea de probarme en la jaula no dejaba de acosarme. Para la gente de afuera quizás suene raro, pero para mí era una necesidad. Toda la vida entrenando, y sin una sola pelea de verdad. No aguantaba más.
Estudié cuatro años de Brazilian Jiujitsu (el arte de la lucha en el piso), sin abandonar nunca mi pilar del karate, y en febrero de 2011 me sentí preparada. Debuté en Gualeguaychú, en un evento chico, por quinientos pesos y un pasaje de micro. La experiencia me shockeó.
Fue mucho más violento de lo que esperaba . Es mentira que con la adrenalina los golpes no se sienten. Se sienten y mucho. Pero a mí me pasaba algo peor: no quería devolverlos. El precepto karateka “abstenerse de procederes violentos” –repetido en voz alta cada día durante nueve años– había inhibido mi capacidad de dañar. Logré ganar gracias al jiujitsu, pero la pasé muy mal, y salí segura de que no lo volvería a pelear . Sin embargo, algo dentro mío me decía que el asunto no estaba concluido, y a medida que las heridas sanaban, las ganas de entrar en la jaula volvieron a picar. Pero esta vez iba a ser distinto.
Conteniendo las lágrimas y fingiendo serenidad fui a hablar con mi Maestro de karate y le expliqué que me iba. Pedí perdón al cosmos, guardé el Zen en un cajón y me puse a entrenar de otro modo. Sin etiqueta, sin espiritualidad, con derribos y jalones y trompadas de verdad. Me metí en un gimnasio de Lucha Olímpica y Muay Thai y empecé a acostumbrarme al roce: a que me tacleen y me tiren al piso , a que me peguen en la cara y no retroceder. Y me empezó a gustar. Y vi que aguantaba los porrazos y me volvía a parar. Y me sentí más fuerte y más “de verdad”. Hice una dieta hiperproteica, levanté pesas y desarrollé masa muscular. Varias chicas de distintos estilos vinieron a hacerme de sparring (o sea a pegarme), al punto que tuve que comprarme lentes de sol bien grandes para disimular los ojos morados (no me avergüenzan las marcas de guerra, pero me molesta que me confundan con una mujer golpeada.
De palizas deportivas todo ; de violencia doméstica, nada). Fue tanto lo que me castigaron en el mes previo a mi segunda subida a la jaula, que la pelea en sí fue un paseo. Y esta vez sí, lo disfruté.
Hoy tengo treinta y un años y estoy tratando de transformarme en una deportista profesional. Nunca fui una habilidosa y no desparramo coordinación ni motricidad –hay motores que si no se activan en la primera infancia, no se activan más–. Sé que no llegaré a pelear en las grandes ligas, pero aún así quiero sacar lo mejor de mí. Mientras otras mujeres de mi edad piensan en formar pareja y ser madres, yo pienso en mejorar mis derribos y darles potencia a mis golpes. A veces, cuando miro atrás, me cuesta reconocerme en todas las personas que fui.
Pienso qué tiene que ver la gordita lectora de ayer, con la deportista fibrosa de hoy. Creo que ningún rotulo es representativo, ningún “yo” es definitivo y ningún encasillamiento es eterno . Muchos antiguos guerreros orientales eran también filósofos y poetas. A mí me sigue gustando leer y escribir. Ahora también me gusta pelear. No tengo idea de qué pasará de acá a diez años, ni qué camino exactamente estoy caminando. La meta sigue siendo la autosuperación, pero lo único que permanece, según parece, es el cambio