lunes, 8 de junio de 2020

De cómo llegué a transitar el BuDo

Mi historia no comienza como la de las grandes historias, mi historia es oscura, corta, invisible y llena de obstáculos. 

Pisé un tatami a la edad de treinta y dos años, pesaba 100 libras y no tenía músculos, venía de una vida llena de amaneceres etílicos, amores extraviados y un cáncer de riñón que casi me quita la vida, semejante coctel me había orillado a convertirme en una zombie cultural.

Era un completo desafío para mi, aprender Jujitsu/Judo/Karate Do, dominar mi cuerpo, aprender a defenderme de un ataque, no tener miedo por mi estatura y mi contextura o, por el simple hecho de ser mujer y sentirme débil, sabía que había encontrado una nueva forma de envenenarme, de castigarme, una nueva adicción que terminaría seguro, pensaba, en un hospital con un miembro lesionado o mi amor propio desarmado.

Lo que pasó en los siguientes meses me salvaron de un nuevo envenamiento de la vida, aprendí a redimensionar mis defectos y sacarle provecho a mis debilidades, no a menospreciarlas ni ocultarlas, sino a pulirlas, a labrar esa piedra que creía era solo una piedra inservible, y con el paso de los años se instaló la obsesión por pulirla, cuidarla, trabajarla y embellecerla, sin darme cuenta se apoderó de mi una terrible voluntad, una voluntad que trascendió el aspecto de lo físico y llegó al espíritual. 

Un camino lleno de espinas, las que pisé dolorosamente y con aplomo, pero con la desfachatez de la arrogancia de la juventud las he ido arrancando lentamente y sin prisas, porque son años los que se necesitan para pulir la paciencia, la humildad, el respeto, la disciplina, la tolerancia, no es un camino fácil y eso es una ventaja para el que realmente quiera aprender. Atravesar las duras pruebas que tu mente te impone en un entrenamiento, superar los inflados egos que te llegan de una u otra forma, el constante y duro cuestionamiento de tu maestro, el eterno chismorreo de tus compañeros, el duro enfrentamiento psicológico de la competencia.

A veces he flaqueado y deseado dejar todo eso atrás y vivir como una persona normal, sin embargo, esos momentos de flaqueza sólo sirvieron para darme cuenta que de un vicio pasé a otro, con la diferencia de que éste no me destruye, sino que me construye.

Pero mi historia aún no acaba, la piedra aún no está tallada, porque el camino no termina con un cinto negro en tu cintura, al contrario, apenas comienza.

sábado, 18 de enero de 2020

Algunas palabras

Quien diga que practicar artes marciales es bonito, acogedor y fácil, no tiene la menor idea de lo que realmente es ser practicante de alguna disciplina como Karate Do, Judo, Aikido, Jujitsu.

el Do está lleno de frustraciones y dolor, pero la recompensa vale la pena, solo para aquel que está dispuesto a vencer sus propias frustraciones y debilidades. Y aún así, nadie te asegura que las puedas vencer.

Cuando llegué a un Dojo por primera vez, fue como llegar a otra dimensión, totalmente desconocida para mi, pero ligeramente sospechada. Esperaban que el sudor excesivo, el olor, los golpes, la fiereza y la revolcada, sin mencionar que solo eran hombres, me hiciera echar atrás en mi deseo de aprender, pero la suerte ya estaba echada y mi determinación sólida.

Fue una de las mejores decisiones que he tomado y de las que nunca me arrepiento, aún cuando esa decisión haya trastocado mi vida completamente. Sentirse frágil y poderoso a la vez, estar cansado y fuerte al mismo tiempo, aprender a confiar en ti mismo adquiere otra dimensión.

Nada, absolutamente nada en las artes marciales es bonito y delicado, nada es fácil, el respeto adquiere un significado más real, la obediencia y la humildad son valores que se pulen con cada entrenamiento de cada día, especialmente aquellos días que resultan frustrantes y sin sentido para uno.

Entre más duro sientas el entrenamiento, y me refiero al entrenamiento mental, no al físico, para eso están los gimnasios y similares, más formado tendrás el carácter, cual piedra bruta sale el diamante.

Sin piedad contra la pereza, sal y entrena.