Es fácil entrar al camino, mantenerse es lo difícil.
Los maestros lo dicen hasta la saciedad, el artista marcial es una persona de valores morales. Respeto, Humildad, Colaboración, Justicia, entre otras, cualidades que los antiguos samurais dejaron grabadas en el Budo, Código de comportamiento moral para todo guerrero.
El aprendizaje y el desarrollo debe ser integral, la mejoría en la técnica debe ir acompañada de una mejoría en la actitud del practicante, pues no se trata de pulir nuestro físico nada más, sino de cultivar también los valores humanos que es lo que al final diferencia a un practicante del budo de un simple atleta.
El respeto a los maestros y a los hermanos de práctica es un valor humano primordial a cultivar en el dojo, muchos llegan por primera vez y se comportan como lo hacen en sus casas, y no digo que sean todos, pero sí muchos, y entrar a un tatami no es como entrar a un centro comercial o a una tienda, es tu lugar sagrado donde entrenas tu cuerpo y tu espíritu, por lo tanto, debe ser tratado con respeto y protocolo, en un dojo circula energía y tu actitud mental y espiritual es la que hará que tu entrenamiento ese día sea óptimo y provechoso o, sea tedioso, aburrido e insípido, pero cualquiera que sea tu actitud al practicar no se te olvide nunca que al salir de un dojo no serás jamás el mismo.
Por tal razón, el entuasiasmo, la actitud positiva, la mentalidad abierta, el respeto a los demás y la disposición a aprender y seguir el camino son fundamentales para mantenerse siempre con la actitud adecuada.
El Mestro es la persona que llega al Dojo y lo ves radiante impartiendo sus conocimientos y mas de una vez también su sabiduría, a pesar de que seguro tiene tantos o mas problemas cotidianos que sus estudiantes, y no se cansa ni de enseñarle repetidamente a los novatos ni de corregirle la técnica a los avanzados, eso, es el primer ejemplo que nos debe hacer reflexionar sobre nuestra actitud.
Ossu
martes, 26 de noviembre de 2013
viernes, 29 de marzo de 2013
Artes marciales, un estilo de vida
Quizás ya parezca trillado para algunos, pero
definitivamente las artes marciales son un estilo de vida.
Ya sea que se practique Karate Do,
Jujitsu, Judo, Aikido, Iaido, Ninjutsu o cualquier arte marcial japonés, el
sentido es el mismo, el camino es el mismo, la filosofía es la misma. Un solo
estilo de vida para aquel que se enamora del arte. Y no es por las habilidades
físicas que puedes llegar a desarrollar, sino por las cualidades espirituales
que construyes, por los valores morales y de respeto que se solidifican y por
el amor a la vida y la lucha.
A más de uno le ha cambiado por completo
la vida, a más de otro ha encontrado el verdadero sentido de su propia
existencia y a muchos los ha salvado de su propia monotonía.
Aprender a respetar a los maestros,
regirse por un código de honor, respeto y compañerismo. Aprender a conocer tus
propios límites. La lucha eterna de tu mente diciéndote que no puedes versus tu
enorme fuerza de voluntad, son cosas con las que debes lidiar todo el tiempo
cuando entras al tatami. Y ni que hablar del tiempo que le dedicas fuera del
tatami, porque el que verdaderamente practica estas artes, lo hace no solo con
el cuerpo, sino con la mente, el corazón y el propio espíritu aún fuera del
dojo.
Por eso, en el tatami nadie se siente o
cree superior a nadie. Ahí solo es el maestro y los alumnos. Los que denigran
el arte y la filosofía menospreciando a su maestro y creyéndose mejor que él,
terminan claudicando, terminan rindiéndose y volviendo al lugar de donde
vinieron. Nunca nadie los extraña jamás.
Podría escribir todo un testamento sobre el tema, pero realmente solo soy una aprendiz en estas artes, hambrienta eso si. No soy quien para afirmar tal o cual cosa. Sí puedo decir y escribir con total seguridad que mis maestros son buenos maestros, que me enseñan más que técnicas, guiándome y señalándome la entrada al camino, pues sé que ellos no pueden recorrerlo por mi, sé que como buenos padres solo me pueden indicar el camino correcto pero soy yo quien debe tomar la decisión de andarlo. Y Estoy agradecida por haber conocido la existencia de este camino, que se ha convertido en mi estilo de vida.-
miércoles, 6 de marzo de 2013
De cómo me ayudó la práctica de Artes Marciales a no ser sedentaria ni torpe
El título de este artículo obedece a un blog que leí recientemente en un sitio sobre artes marciales, la autora del artículo describe cómo fue que se volvió al camino de las artes marciales y cómo progresiva e intencionadamente se decidió por recorrerlo sin arrepentirse jamás por ello, rompiendo moldes sociales y tradicionales sobre el papel de la mujer, y batallando contra sus propias debilidades físicas y esquemas psicológicos.
Leer dicho artículo me llenó de alegría, me identifiqué con lo ahí descrito por la autora, pisar un dojo lleno de hombres apestando a testosterona en el mero fogueo de las técnicas es una sensación única, sobre todo cuando sos parte de eso, en ese momento todos somos guerrer@s, hombre o mujer, no hay diferencias, todos sin excepción luchamos por ejecutar la técnica limpia y perfecta.
Pero lo que deseo es transcribir el artículo en este espacio:
Paloma Fabrykant
Nací en Buenos Aires a principios de los ochenta. Papá era arquitecto y fotógrafo; mamá una exitosa escritora; en casa sobraban libros, cultura y mente abierta. Teníamos parientes exiliados, pensamiento de izquierda : una familia intelectual de clase media. Desde chica mamé el amor por la literatura. Jamás me estimularon hacia el deporte. Mamá y papá se burlaban de los “boludos que corren detrás de una pelota”. Yo era gorda, sedentaria y torpe. En la escuela a veces la pasaba mal . Las horas de gimnasia eran mi pesadilla: odiaba los juegos de pelota, nunca aprendí a hacer la vertical. Y las burlas de los compañeros eran duras; ya se sabe, los niños no tienen filtro. En cambio, escribía buenas historias y me perfilaba como la pequeña narradora de la clase . El primer par de anteojos, a los diez años, profundizó el estereotipo, y un desarrollo sexual tardío lo coronó. Mientras otras nenas llamaban la atención de los chicos con sus nuevos pechos pujando detrás de los flamantes corpiñitos, yo veía con angustia cómo lo único que abultaba mi remera era la panza .
La primera en pisar un dojo fue mi hermana mayor. Íbamos al mismo secundario y teníamos el mismo sádico y autoritario profesor de handball
: la humillación era pan de cada día. El colegio tenía su propio salón
de artes marciales (dojo), donde se practicaba judo. Ese fue mi primer
refugio. En judo corrían otras reglas, otro modo de relacionarse con el
cuerpo. Había respeto, cortesía, compañerismo... El uniforme
disimulaba la panza y nadie se burlaba de mí . Al año
siguiente quise subir la apuesta: me metí a aikido y me enamoré; pero
no del arte sino del profesor, once años mayor. Para conquistarlo, decidí bajar de peso costara lo que costara
. Fue un verano de semi ayuno: yogur dietético, ventilador, boleros y
fantasías de amor. Lo que pasó entre nosotros no merece más de una
línea. Yo acababa de cumplir los dieciséis así que no califica de estupro
. Sí me rompió el corazón, pero eso suele pasar. Lo que importa es que
entré a cuarto año convertida en una persona diferente. Con los kilos
de más se fue la timidez y con el desengaño, el romanticismo. Seguí con
el judo y fui sintiéndome cada vez más fuerte, segura y femenina . Egresé del Nacional lista para llevarme el mundo por delante.
Publiqué mis primeros poemas a los
diecisiete años, a los dieciocho fui redactora publicitaria, a los
diecinueve saqué mi primer libro y a los veinte empecé a colaborar con Clarín
. Cuando vino el corralito me fui a probar suerte a Europa. La jugué
de mochilera clandestina casi un año, haciendo los trabajos que en
Argentina jamás habría aceptado, hasta que me cansé de la ilegalidad y
decidí volver. Pero reinsertarme en el mercado laboral no era fácil.
Empecé a tantear los lugares de antes (editoriales, revistas, agencias
de publicidad…). No aparecía nada. Y con el síndrome del adolescente desarraigado
, extrañando Barcelona, incómoda en la casa de mis padres, no me
hallaba en ningún lado. Iba por la calle pateando bolsas de basura, les
pegaba a las paredes. Para descargar esa mala energía volví a las
artes marciales. Me anoté en karate y comenzó la magia.
Karate era justo lo que estaba buscando. Al intenso ejercicio físico se sumaba un componente espiritual profundo que me sedujo de inmediato
. Puedo decir que a los veintiún años encontré el sentido de la vida:
la autosuperación. A través del esfuerzo diario, la técnica –que al
principio parecía imposible– se iba impregnando en el cuerpo y lo mismo
ocurría con el espíritu: se trataba de buscar el mejoramiento constante
, perfeccionar el carácter y pulir los defectos, hasta ser, si no Buda,
alguno de su pandilla. La filosofía Samurai, la entrega absoluta, el
orgullo de estar dispuesto a morir por la causa, me trajo alguna
resonancia setentista, ecos de ese pasado tan presente en mi familia.
Fueron días de iluminación y sacrificio , lecturas de
distintas corrientes místicas (Gourdieff, Suzuki, Lao Tsé) y fantasías
de encerrarme en un monasterio. Abandoné la facultad de Letras y
desprecié profundamente lo intelectual, lo mundano y todo lo que me
apartara de “el camino”. Salía a correr descalza recitando en mi mente proverbios Zen . Mis padres se preocuparon bastante.
Pero una parte de mí –la salvadora o la
saboteadora– sabía que también había que ganarse el pan, así que
empecé a abrirme paso en el periodismo de investigación. Había algunos
sectores del mundo que sí me interesaban (cárceles, villas, rutas,
burdeles, todo lo que nadie más quería cubrir) y con esa sensación de
inmortalidad de la primera juventud, me fui especializando en
“territorios hostiles”. Anduve entre presos, gitanos, travestis, camioneros, escribiendo crónicas y produciendo documentos para TV, hasta que apareció un tema que me llamó especialmente la atención: el Vale Todo, combate sin reglas
. En cuanto respiré la primera bocanada de olor a transpiración
mezclada con pomada desinflamante, supe que había descubierto algo.
Donde el común de la gente veía unos locos que se agarraban a trompadas
dentro de una jaula, yo encontraba un universo complejísimo de artes
marciales y deportes de combate que se combinaban, místicas que se
entrecruzaban, filosofías que se yuxtaponían y –cómo negarlo– mucha
testosterona desatada. Así como para el falto de oído, la música
compleja es un barullo, o para el analfabeto, el mejor poema no es más
que muchas marcas de tinta acomodadas en hilera, hace falta entender de
Artes Marciales para apreciar la belleza del más extremo
–más exquisito– estilo de combate: el combinado. Fui a cubrir mi
primer evento de Vale Todo en el estadio Obras Sanitarias, para el
suplemento Radar de Página 12 (entonces dirigido por Alan Pauls) y salí
totalmente trastornada. El 99 % de la concurrencia eran hombres, de
entre 20 y 40 años, con tremendos lomazos. Yo era una joven soltera y
atractiva y me sentía como un niño en una dulcería . Pero, como todos los niños, también me empecé a hacer preguntas: ¿funcionaría mi karate contra una de estas bestias?
Fue esa inquietud la que me hizo
empezar a soñarlo: meterme en la jaula. Era claro que no podía ser. Yo
era rubia, educada ¡mujer! En ese entonces no había peleas femeninas en
TV ni en ningún lugar de la ciudad. Y si mis padres ya se habían
preocupado por mi afición al karate, no me quería imaginar que me vieran ah
í. En las Artes Marciales Mixtas (mal llamadas “vale todo”) se
permiten casi todas las técnicas de todos los sistemas de combate. Hay
un reglamento que protege al atleta, pero se procura no coartar su
creatividad. La jaula, paradójicamente, es donde reina la mayor
libertad. Desde esa noche en Obras mi interés por este deporte fue cada
vez mayor. Viajé a Las Vegas, me vinculé con la UFC (mayor liga de MMA
Mixed Martial Arts del mundo) y trabajé para ellos, primero de columnista, después de comentarista
. Fui manager de peleadores argentinos y sudamericanos, los acompañé en
sus viajes. No me gusta hablar de mi vida privada, pero debo admitir
que en esos años me divertí bastante: era la única mujer en un ambiente de hombres
y no faltaron las noches. Mi obsesión por las artes marciales se volvió
tal que hasta el día de hoy me resulta imposible pensar como pareja
–siquiera ocasional– a un hombre que no sepa pelear. Pero el amor nunca me interesó tanto como el combate
, y la idea de probarme en la jaula no dejaba de acosarme. Para la
gente de afuera quizás suene raro, pero para mí era una necesidad. Toda
la vida entrenando, y sin una sola pelea de verdad. No aguantaba más.
Estudié cuatro años de Brazilian
Jiujitsu (el arte de la lucha en el piso), sin abandonar nunca mi pilar
del karate, y en febrero de 2011 me sentí preparada. Debuté en
Gualeguaychú, en un evento chico, por quinientos pesos y un pasaje de
micro. La experiencia me shockeó.
Fue mucho más violento de lo que esperaba
. Es mentira que con la adrenalina los golpes no se sienten. Se sienten
y mucho. Pero a mí me pasaba algo peor: no quería devolverlos. El
precepto karateka “abstenerse de procederes violentos” –repetido en voz
alta cada día durante nueve años– había inhibido mi capacidad de dañar.
Logré ganar gracias al jiujitsu, pero la pasé muy mal, y salí segura de que no lo volvería a pelear
. Sin embargo, algo dentro mío me decía que el asunto no estaba
concluido, y a medida que las heridas sanaban, las ganas de entrar en la
jaula volvieron a picar. Pero esta vez iba a ser distinto.
Conteniendo las lágrimas y fingiendo
serenidad fui a hablar con mi Maestro de karate y le expliqué que me
iba. Pedí perdón al cosmos, guardé el Zen en un cajón y me puse a
entrenar de otro modo. Sin etiqueta, sin espiritualidad, con derribos y
jalones y trompadas de verdad. Me metí en un gimnasio de Lucha
Olímpica y Muay Thai y empecé a acostumbrarme al roce: a que me tacleen y me tiren al piso
, a que me peguen en la cara y no retroceder. Y me empezó a gustar. Y
vi que aguantaba los porrazos y me volvía a parar. Y me sentí más
fuerte y más “de verdad”. Hice una dieta hiperproteica, levanté pesas y
desarrollé masa muscular. Varias chicas de distintos estilos vinieron a
hacerme de sparring (o sea a pegarme), al punto que tuve que
comprarme lentes de sol bien grandes para disimular los ojos morados
(no me avergüenzan las marcas de guerra, pero me molesta que me
confundan con una mujer golpeada.
De palizas deportivas todo
; de violencia doméstica, nada). Fue tanto lo que me castigaron en el
mes previo a mi segunda subida a la jaula, que la pelea en sí fue un
paseo. Y esta vez sí, lo disfruté.
Hoy tengo treinta y un años y estoy tratando de transformarme en una deportista profesional. Nunca fui una habilidosa y no desparramo coordinación ni motricidad
–hay motores que si no se activan en la primera infancia, no se activan
más–. Sé que no llegaré a pelear en las grandes ligas, pero aún así
quiero sacar lo mejor de mí. Mientras otras mujeres de mi edad piensan
en formar pareja y ser madres, yo pienso en mejorar mis derribos y
darles potencia a mis golpes. A veces, cuando miro atrás, me cuesta reconocerme en todas las personas que fui.
Pienso qué tiene que ver la gordita
lectora de ayer, con la deportista fibrosa de hoy. Creo que ningún
rotulo es representativo, ningún “yo” es definitivo y ningún encasillamiento es eterno
. Muchos antiguos guerreros orientales eran también filósofos y
poetas. A mí me sigue gustando leer y escribir. Ahora también me gusta
pelear. No tengo idea de qué pasará de acá a diez años, ni qué camino
exactamente estoy caminando. La meta sigue siendo la autosuperación,
pero lo único que permanece, según parece, es el cambio
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